La Unesco debiera incluir la hospitalidad marroquí en su lista del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad
Patricia Cerda
Marruecos es una mezcla entre historia viva, magia exótica y hospitalidad. Mis deseos de conocer ese país se remontan a mi época de estudiante, cuando leía las novelas de Juan Goytisolo. Me fascinaba la forma en que este gran escritor español intrincaba la historia de España y el presente y descubría los hilos que la unen al mundo árabe. Una relación obvia que el franquismo quiso a toda costa negar y las generaciones posteriores han seguido olvidando activamente. Goytisolo fue un crítico de la civilización occidental, a la que siempre contempló desde afuera. Sus novelas tratan la derrota, el desarraigo y las búsquedas infructuosas con una honestidad sobrehumana. A partir de la década del 70 del siglo pasado y hasta su muerte Goytisolo residió en Marrakech.
Paseando por esa ciudad tenía sus novelas en mi cabeza. Pude entender su enamoramiento con Marrakech y con Marruecos, en general, y hacerme una idea sobre cómo ese país fertilizó su imaginación durante casi cinco décadas. La primera novela escrita allí fue Reivindicación del conde don Julián. Don Julián es el nombre hispanizado de Olbán, el gobernador visigodo de Ceuta que ayudó a los musulmanes a entrar a Hispania en el año 709.
La plaza Yama el-Fna es un lugar mágico y centro neurálgico de Marrakech. En la Edad Media se cruzaban allí los caminos de las especias y otros productos que llegaban en carabanas desde el Lejano Oriente y seguían después hasta Europa. No me costó trasladarme a ese pasado sentada en uno de los locales que rodean la plaza, tomando un té verde con menta. El camarero me lo sirvió a la manera oriental, levantando la tetera plateada mientras iba llenando mi vaso. Yama el-Fna es uno de esos lugares en los que el tiempo parece detenido. En el 2008 fue declarada Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.
El pulso de la vida se acelera en las pequeñas tiendas de las estrechas calles aledañas. Me detengo a escuchar a un grupo de músicos. Uno toca la mandolina y otro un instrumento de metal que se parece a la castañuela española, solo que más grande. La creatividad humana es contagiosa y salta de cultura en cultura. Seguí caminando y vislumbrando misteriosas relaciones. Los españoles que colonizaron el Nuevo Mundo trajeron más elementos árabes a América de lo que ellos mismos quisieron aceptar. Siempre lo había pensado, pero en Yama el-Fna lo corroboré.
Casablanca
La razón de mi viaje a Marruecos fue la próxima publicación de mi novela Mestiza en árabe. Aterricé en Casablanca el 6 de febrero del 2020 para participar en la Siel o Feria Internacional del Libro junto con otras tres escritoras chilenas: Montserrat Martorell, Jun García Ardiles y Valentina Vlanco.
Nuestras anfitrionas eran un grupo de profesoras universitarias y traductoras. Ellas nos presentaron en una conferencia titulada: La novela femenina en Chile. Las cuatro escritoras chilenas invitadas supimos apreciar el honor que se nos concedía de representar a la literatura chilena en la 26. edición de la Siel. En mi presentación me referí al aporte fundamental de la literatura en el diálogo entre las culturas y a mis propios esfuerzos por nutrir ese diálogo con mi novela Mestiza.
Paseando por los stands de la Siel lamentaba que mis conocimientos de la literatura marroquí fuesen tan pobres. Entre los pocos libros que conozco está la excelente novela El castigo de Tahar Ben Jelloun. Es un testimonio apasionante de los diecinueve meses que el escritor pasó en la cárcel durante los así llamados Años de plomo durante el reinado de Hassan II, el padre del actual rey Mohammed VI. Si hay algo de lo que están orgullosos los marroquíes hoy, es de la Constitución del año 2011 y de las reformas que su monarquía ha hecho, avanzando hacia la democracia más moderna de los países árabes.
El Sahara
Ya antes había pasado por allí en la imaginación leyendo a Antoine de Saint-Exupéry. En su autobiografía Tierra de hombres el autor de El Principito cuenta que pasó deciocho meses en reclusión casi monacal en el desierto y que esa experiencia fue un laboratorio metafísico que lo impulsó a escribir. Nuestra estadía en Laayoune, la capital del Sahara marroqui, tuvo una agenda variada. Incluyó reuniones con autoridades regionales y organizaciones que velan por los derechos humanos, iniciativas también surgidas durante el reinado de Mohammed VI. El Sahara fue bajo el protectorado español desde el 1912 hasta 1972 para algunas ciudades. No obstante, hoy esa conexión con España apenas se siente. Me enteré de que algunos adultos mayores hablan castellano, pero lo cierto es que España no dejó allí un buen recuerdo. En una de las reuniones con grupos activistas de los derechos humanos nos informaron sobre la difícil situación en que quedó el Sahara después de la salida caótica de los españoles. Los campos de refugiados o mejor dicho de los secuestrados en la inhóspita provincia de Tinduf, surgieron en ese tiempo y todavía existen. Marruecos presentó una propuesta de Autonomia en 2007 ante el Consejo de Seguridad en busca de una solución al diferendo.
Visitamos la Biblioteca Municipal de Laayoun recién terminada, aún no inaugurada oficialmente. Es un espacio de unos 27.700 metros cuadrados que nada tiene que envidiarle a una biblioteca europea. En Chile es solo comparable con la Biblioteca Nacional. Recorriendo esa mezcla entre tradición y modernidad que logró su arquitecto, me veía allí escribiendo alguna novela o investigando los lazos culturales entre el mundo árabe y América Latina. Las reuniones en Laayoune me hicieron reflexionar sobre lo mucho que podríamos aprender mutuamente de un intercambio más profundo entre Marruecos y Chile.
La visita a una planta desalinizadora de agua de mar intensificó esta reflexión. Marruecos va más avanzado en este campo que nosotros los chilenos.
Rabat
Mi siguiente estación fue Rabat. Fui invitada por el Departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad Mohammed V a dictar una charla sobre la mujer en la literatura latinoamericana y sobre mi propio proyecto literario. Hablé ante una sala llena de profesores y estudiantes del Máster América Latina sobre dos grandes escritoras de nuestro continente: Juana Inés de la Cruz y Gabriela Mistral. Las dos poetas tienen mucho en común: ambas crecieron sin padre, ambas fueron autodidactas, lucharon por el derecho de las mujeres a cultivarse y se tomaron la libertad de entregar en su obra una interpretación profunda de la existencia desde una perspectiva femenina. Tienen también en común el haber tenido que hacerse espacio en un mundo dominado por los hombres. Las dos poetas no eran ningunas desconocidas para mi audiencia.
Como las otras ciudades que visité, la capital del Reino de Marruecos tiene las huellas de la historia a la vista. Fue fundada por los fenicios y cartaginenses el siglo III antes de Cristo. Los romanos llegaron en el siglo primero después de Cristo y en el siglo VII lo hicieron los bereberes. Estos últimos construyeron el ribat o monasterio fortificado que hoy da el nombre a la ciudad. Pero recién se transformó en un puerto importante en el siglo XVII, con la llegada de los refugiados moriscos expulsados de España por los Reyes Católicos. Me impresionó la necrópolis de Chellah, en que descansan los restos de diversos sultanes y sus esposas. Con sus jardines y sus cigüeñas, evoca la transitoriedad de la vida.
Otro autor marroquí que leí en mi juventud fue Mohamed Chukri, que además era hispanista y traductor. En su novela autobiográfica El pan a secas comenta que la insatisfacción roe el hueso del mundo. Hay muchas frases como estas en su novela. Pero Chukri deja ver que nos queda la fraternidad como último recurso. Ella nos salva. En el Marruecos moderno esta se traduce en hospitalidad. La Unesco debiera incluir la hospitalidad marroquí en su lista del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.