Crónica: “ A Sangre y Fuego : el día que comenzó la dictadura cívico-militar”
*Este artículo, en forma de crónica, relata los pormenores de la investigación de la Primera Fiscalía Militar de Santiago, en la que prestaron declaración los sobrevivientes al ataque al Palacio de La Moneda, y que fueron testigos presenciales de las horas vividas entonces. Además, en este proceso, declaran todos los militares que aquel día ingresaron a La Moneda y quienes la sitiaron por todos sus costados con su armamento. Texto publicado por El Mostrador.
El referido expediente desapareció de la Justicia Militar. Nunca más fue habido el original de unas 300 páginas. Por mucho tiempo fue buscado por diversas personas interesadas en conocer esa valiosa pieza de la historia de Chile.
En el año 2011, el juez Mario Carroza inició un proceso acerca de la muerte del Presidente Salvador Allende, a requerimiento de los abogados Roberto Celedón, Matías Coll y Roberto Ávila. La causa terminó sobreseída definitivamente por la Corte Suprema.
No obstante, durante la investigación del ministro Carroza, quien fuera el propio instructor de la referida indagatoria castrense, el ex fiscal militar Joaquín Erlbaum, concurrió ante el juez y le hizo entrega de su propia copia del expediente.
El periodista Jorge Escalante logró acceder en su momento a aquella pieza histórica, para construir el relato que hoy El Mostrador vuelve a publicar por la relevancia que tiene para Chile la fecha del 11 de septiembre. Especialmente hoy, cuando se cumplen los 45 años del inicio de aquella tragedia.
La mañana de ese martes y las alertas al alba en La Moneda. Las llamadas telefónicas para quebrar la resistencia de Salvador Allende. Las manos ennegrecidas del Presidente, tendido después de haber disparado varias veces un fusil AK. La esperanza no cumplida de que los trabajadores salieran a la calle. La última flor arrojada por Hortensia Bussi para Allende muerto, en una ceremonia deslavada. Así fue el último día de la Unidad Popular en el poder y el primero de 17 años de dictadura militar.
A las 07.45 de la mañana del 11 de septiembre de 1973, el subdirector de la Escuela de Carabineros, coronel Onésimo Muñoz Conejeros, dio una orden al capitán Manuel Mardones Rodríguez.
–Junte a su gente y salga en un bus a reforzar la Guardia de Palacio de La Moneda. Pasa algo raro ahí.
Mardones cumplió la orden y a las 08.20 salió de esa Escuela en un bus con 30 a 40 efectivos del Escuadrón de Ametralladoras. Lo acompañó el teniente Hernán Arangua Valdivia.
Al llegar a La Moneda se presentó al mayor de Carabineros Claudio Venegas Guzmán, jefe de la Guardia de Palacio aquel día. Los efectivos se repartieron alrededor del Palacio sin conocer aún el motivo del refuerzo. El Presidente Salvador Allende ya se encontraba en el lugar. Había arribado desde su residencia en calle Tomás Moro poco después de las 07.00. Estaba alertado del levantamiento de la Armada en Valparaíso. La elegancia de su vestimenta, la cambió esa mañana por ropa de combate. Una chaqueta y pantalón de tweed con rodilleras de cuero. Suéter de figuras romboidales de cuello subido y zapatos gruesos. El único toque de elegancia fue el pañuelo azul con lunares rojos que puso en el bolsillo exterior izquierdo de su chaqueta. Antes de salir de Tomás Moro, tomó el casco.
Era un regalo de su edecán naval, capitán de navío Arturo Araya Peeters. Se lo dio antes de ser asesinado el 26 de julio de 1973. Un francotirador le disparó desde el segundo piso de un colegio de monjas ubicado en la esquina de Pedro de Valdivia y Providencia. De los dos disparos, uno le causó la muerte cuando el edecán se asomó al balcón en el segundo piso de su casa en calle Fidel Oteíza. El crimen fue parte de un complot de altos mandos de la Armada para dar el último empujón a que esa institución encabezara el Golpe de Estado. Para camuflar el atentado, los integrantes del cuerpo de almirantes recurrieron a dirigentes del movimiento ultraderechista Patria y Libertad. Un grupo de ellos provocó esa noche la salida del capitán Araya al balcón. Dos de ellos dispararon hacia el balcón, pero sus balas no tocaron al capitán de navío. Era amigo del Presidente.
El casco tenía una historia y las iniciales J.M.F. Al comandante Araya se lo había regalado el comandante de la Marina estadounidense de apellido Munic en 1966 en el puerto de Filadelfia. Ese año, Araya condujo desde Valparaíso el submarino Thompson para su reacondicionamiento. El 29 de junio de 1973 se alzaron tanques del regimiento Blindados N°2, y el comandante Araya se lo pasó a Allende para que se protegiera. Viajaban en un auto desde Tomás Moro a La Moneda.
Finalmente, Allende responde a los tres edecanes: “Quiero ser muy claro, yo no me voy a rendir. Sí podría dialogar con los tres comandantes en jefe si se dan algunas condiciones. Espero que cada uno de ustedes lo comuniquen una vez que salgan de este salón. No voy a ser un Presidente prisionero o en el exilio. De aquí no me sacan vivo. Con esta metralleta que tengo aquí en mi mano me defenderé hasta el final. Y el último tiro lo guardaré para mí. Me lo voy a dar aquí, en la boca”.
–Si hay un ataque contra La Moneda, usted junte a sus hombres y me los lleva al segundo piso –dijo Allende esa mañana del 11 al capitán Mardones en uno de los patios de la sede de Gobierno.
El Presidente comenzó a convocar a algunos de sus ministros a La Moneda. Otros llegaron cuando se enteraron temprano por radio de lo que ocurría. Varios integrantes del Grupo de Amigos Personales, el mítico GAP de Allende, también arribaron temprano a Palacio.
Alrededor de las 06.45 de ese mañana, el edecán aéreo de Allende, comandante de Grupo de la Fuerza Aérea Roberto Sánchez Celedón, recibió un llamado telefónico.
–Comandante, véngase de inmediato a mi despacho, es urgente –le dijo el secretario del comandante en jefe de la Fach, coronel Eduardo Fornet.
El comandante Sánchez llegó a las 07.30 al despacho del coronel Fornet.
–Comandante, usted debe comunicar al Presidente Allende que, a las 08.30, las Fuerzas Armadas y Carabineros inician la toma del poder. Debe rendirse incondicionalmente –fue la orden de Fornet.
A las 07.50, Sánchez se dirigió a la residencia de Tomás Moro para informar la orden. Por la radio del vehículo supo que Allende ya estaba en La Moneda. Llamó al Palacio para comunicarse con el Presidente. Esperó unos minutos en línea que Allende terminara de hablar a la población por una radioemisora. El propio Allende le salió al teléfono.
–Ya lo sé, comandante, estoy perfectamente informado. Necesito que se venga de inmediato a La Moneda –fue la respuesta del Presidente.
Llega ‘La Payita’
Desde su residencia El Cañaveral en la precordillera de Santiago, Miria Contreras Bell, la secretaria privada de Allende conocida como La Payita, sale temprano esa mañana en un estrecho vehículo para ir a La Moneda. La noche anterior había estado hasta cerca de las 02.00 en la sede de Gobierno siguiendo instrucciones del Presidente. Coordinaba una serie de asuntos, varios relacionados con el plebiscito que Allende anunciaría ese día 11 de septiembre. Miria Contreras viaja junto a su hijo Enrique Ropert y al jefe del GAP, Domingo Blanco Tarrés, de nombre político Bruno. Van además siete integrantes del GAP.
Las puertas de La Moneda ya habían sido cerradas y el golpe era inequívoco. Poco antes de llegar a la sede gubernamental, el vehículo fue detenido por carabineros. Los sacan del auto y los conducen al edificio de la Intendencia. Ahí estaba la guardia policial de ese lugar. Miria Contreras logra salir de la Intendencia esgrimiendo un ardid. Cruza calle Morandé con la intención de ingresar por esa puerta a La Moneda, a pedir ayuda para que liberen a los detenidos. En la puerta cerrada se encontró con el comandante Sánchez. Le pide que intervenga para que liberen a su hijo, a Bruno y los demás. Pero Sánchez se niega y entra al Palacio. Lo mismo hace Miria con la esperanza de que Allende logre que los liberen. El Presidente tampoco pudo.
Con los tres edecanes
El primero de los tres edecanes de Allende en llegar a La Moneda esa mañana fue el teniente coronel de Ejército Sergio Badiola Broberg. Arribó a las 08.30. Desde allí llamó al comandante Sánchez para que acudiera urgente al Palacio. Este le dijo que ya sabía e iba en camino. Llamó también al edecán naval, capitán de Fragata Jorge Grez Casarino.
Los tres edecanes pidieron hablar a solas con Allende. Tenían clara la situación. La única opción del Presidente era entregar el poder a las Fuerzas Armadas. Antes de entrar al salón privado de Allende, los GAP les trancaron el paso. Amenazantes, fusil ametralladora en mano. Allende salió al escuchar la trifulca. Ordenó a los GAP que los dejaran entrar. Estos no obedecieron de inmediato. Allende les dio un grito para que destrabaran el camino a los tres edecanes.
El primero en hablar fue el comandante Sánchez. Traía ampliada la información que poco antes comunicó a Allende por teléfono.
–Presidente, mi general Gustavo Leigh es quien ahora está al mando en la Fuerza Aérea. El general César Ruiz Danyau fue destituido. Mi general Leigh le ofrece un avión que está listo para partir en el aeropuerto de Cerrillos. Es para que usted y su familia abandonen el país al lugar que usted decida, pero debe ser dentro del continente americano. Yo mismo lo iré a dejar al avión Presidente.
Allende no respondió y dejó que primero hablaran los otros dos edecanes.
–Presidente, las tres ramas de las Fuerzas Armadas y Carabineros están actuando unidas en esta toma del poder. No tiene sentido que usted intente alguna resistencia. Tenemos el país bajo control –dijo el teniente coronel Badiola.
El capitán Grez de la Armada coincidió y fue breve.
–No tiene sentido resistir, Presidente. La Armada partió tomando el control de toda la provincia de Valparaíso desde las primeras horas de esta madrugada.
Allende guardó un momento de silencio. Estaba tranquilo. No permitía que su indignación lo traicionara. Era temprano todavía. Aún no daban las 09.30. El Presidente pensaba que todavía podría haber una solución. Pensaba en los Cordones Industriales que agrupaban las fábricas por sector. Ellos resistirían. La gente saldría a las calles a defender su Gobierno. Habían sido cientos de miles en las multitudinarias concentraciones. La gente estaba organizada en los Comandos Comunales integrados por las organizaciones sociales, comuna por comuna en el país. Había armamento en algunos sectores de la población. Y el general Carlos Prats había sido su leal ministro de Interior y comandante en jefe del Ejército que lo apoyó para reducir a los alzados el 29 de junio. Aun estando en retiro desde hacía dos semanas, tenía gran ascendencia al interior del Ejército. Tal vez podría avanzar hacia La Moneda con un sector constitucionalista del Ejército. Producir un quiebre. Algo estará urdiendo Prats, pensaba.
La noche anterior
La noche anterior, Allende había reunido en Tomás Moro a su ministro de Defensa Orlando Letelier; al ministro de Interior, Carlos Briones; y algunos asesores políticos. En la reunión, Allende les dice que prefirió postergar para el día siguiente, el 11, el aviso de convocar a un plebiscito. Que la ciudadanía decida si él debe seguir o no como Presidente de Chile. Allende había aceptado algunas condiciones planteadas por el Partido Demócrata Cristiano, con el fin de ampliar la base social de apoyo a su Gobierno. En las últimas elecciones parlamentarias de marzo de 1973, la Unidad Popular había aumentado notablemente el sustento ciudadano logrando sobre el 42 por ciento de los sufragios. Informados los gestores de la asonada militar de la intención del Presidente, decidieron adelantar el golpe para el día siguiente, el martes de 11 de septiembre.
Esa noche, en Tomás Moro, el Presidente recibe las primeras informaciones de movimientos de tropas extraños. El director de Investigaciones, Alfredo Joignant, llama a Allende y le informa que las tropas de la Guarnición Militar de Santiago están acuarteladas. Letelier llama al comandante de esa Guarnición, general Herman Brady Roche. Este le confirma el acuartelamiento, pero le entrega información falsa.
Finalmente, Allende responde a los tres edecanes.
–Quiero ser muy claro, yo no me voy a rendir. Sí podría dialogar con los tres comandantes en jefe si se dan algunas condiciones. Espero que cada uno de ustedes lo comuniquen una vez que salgan de este salón. No voy a ser un Presidente prisionero o en el exilio. De aquí no me sacan vivo. Con esta metralleta que tengo aquí en mi mano me defenderé hasta el final. Y el último tiro lo guardaré para mí. Me lo voy a dar aquí, en la boca.
Los tres edecanes se retiraron convencidos de que Allende cumpliría su palabra. El Presidente salió del salón antes que ellos y habló a viva voz a quienes se habían reunido afuera del mismo alertados de esa reunión.
–He ordenado a los tres edecanes en forma terminante que se retiren de La Moneda y regresen a sus instituciones. Déjenlos salir.
Así ocurrió. Eran cerca de las 10.00.
Diálogos telefónicos
El inspector de la Policía de Investigaciones, Juan Seoane, ya estaba en Palacio. Era el jefe de la dotación de 17 policías civiles adscrita a La Moneda. Pero pasadas las 10.00, el director de la policía civil Alfredo Joignant fue sustituido por el general de Ejército Ernesto Baeza Michelsen. Allende autorizó a Seoane a abandonar La Moneda con toda su gente, pero este optó por quedarse. Esperaba ahora instrucciones de su nuevo director. El general Baeza le había prohibido, a él y a toda su dotación, disparar un solo tiro contra las Fuerzas Armadas. A medida que avanzaba la mañana, en La Moneda crecía la incertidumbre del desenlace.
El general Ernesto Baeza era ese día el delegado del comandante en jefe del Ejército, general Augusto Pinochet. Una vez que los edecanes abandonaron el Palacio, Baeza habló dos veces con Allende conminándolo a rendirse. Recibió respuestas similares a los tres edecanes. Pasadas las 10.00, quienes minutos más tarde integrarían la Junta Militar de Gobierno, ya tenían claro que les resultaría difícil reducir al Presidente.
Desde el Ministerio de Defensa, en diagonal a La Moneda, cruzando la Alameda por el costado sur, el almirante Patricio Carvajal insistió con Allende por teléfono.
–Presidente, sé que ha dicho a sus edecanes que usted no se va a rendir, pero lo llamo en nombre de los tres comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas para insistir en pedir su rendición. Usted sabe que hay un avión de la Fach esperándolo en Cerrillos. No complique más las cosas.
–Mire, almirante, váyanse todos a la mierda. Ya dije, de aquí no me sacan vivo. Voy a resistir hasta el final. No vuelva a insistir con pedir mi rendición.
El reloj avanzaba vertiginoso. Eran las 10.15. Afuera de La Moneda se sentían ya los primeros disparos de los efectivos de la Escuela de Suboficiales y el regimiento Tacna contra la estructura del Palacio. Fuerzas de la Escuela de Infantería de San Bernardo al mando del teniente coronel Iván de la Fuente Sáez, avanzaban para copar el perímetro entre Plaza Italia, la Estación Mapocho y la Plaza de Armas.
Por el costado sur de La Moneda, pasadas las 10.00, el mayor Enrique Cruz Laugier se instaló con piezas de artillería pesada del regimiento Tacna. A las 06.00, Cruz recibió el mando del regimiento de manos de su comandante, coronel Joaquín Ramírez Pineda.
Poco antes de las 10.30, Allende convocó a una reunión urgente en el salón Toesca. A esa hora el Presidente ya portaba su metralleta AK-47 colgada al hombro. Fabricación soviética, calibre 7.62 milímetros, 625 tiros por minuto, alcance efectivo 400 metros, cañón con hilo para atornillar un tromblón lanzagranadas y número de serie PL-1651. Un regalo. En el costado derecho de la empuñadura de madera una placa de metal: “A Salvador, de su Compañero de Armas. Fidel Castro”. La pasó al periodista Carlos Jorquera para que se la tuviera mientras. Unas 40 personas llegaron al salón. Entre ellos, el aún general director de Carabineros, José María Sepúlveda Galindo.
El Presidente les habló claro. Dijo que no saldría vivo de allí. Que su decisión era combatir junto a los GAP. La reunión fue breve. Era el primer contacto de Allende con la mayoría de los que estaban a esa hora en la casa de Gobierno. Recuperó su metralleta y salió del salón rodeado de los GAP que no lo dejaban ni a sol ni a sombra. Listos para el tiroteo. Decididos a morir. Apenas minutos más tarde, sus GAP instalaron una ametralladora punto 30 en uno de los balcones del segundo piso. Munición había de sobra. También había un par de bazucas y algunos cohetes.
Eran las 10.30. El director de la Escuela de Carabineros, coronel José Sánchez Stephens, llamó a La Moneda al mayor Claudio Venegas, jefe de la Guardia de Palacio.
–Retire a toda su gente. Que no quede ni un solo carabinero en La Moneda. Nosotros estamos con las Fuerzas Armadas en esto. Saquen todo su armamento. Lo que no puedan retirar lo inutilizan a golpes con lo que tengan.
Los efectivos de la Guardia prepararon su retiro sigilosamente. El caos que reinaba en La Moneda fue un aliado para ello. Envolvieron armamento en frazadas y otra parte lo inutilizaron a golpes de martillo. Pero igual quedaron algunos fusiles automáticos. Salieron todos sin ser advertidos. El general Sepúlveda informó después a Allende del abandono.
–También ustedes –dijo lacónicamente el Presidente al general.
Bazuca al hombro
José Tohá, Clodomiro Almeyda y Carlos Briones, intentaban hablar con Allende a solas. Querían convencerlo de parlamentar. Buscar una salida razonable con los militares. Pero el Presidente los esquivó varias veces. Advertía lo que buscaban sus ministros. Y él en esos momentos estaba en situación de resistir, respondiendo el tiroteo que ya aumentaba desde afuera disparado por efectivos del Ejército.
–¡Dónde hay una ventana apropiada para pelearles a estos cobardes! –comentó Allende a algunos de sus GAP, transitando por uno de los patios de La Moneda.
En vista de que afuera el ataque terrestre estaba ya desatado, incluyendo las piezas de artillería del regimiento Tacna por el frente sur al mando del mayor Cruz Laugier, José Tohá tomó un teléfono y llamó al almirante Carvajal al Ministerio de Defensa.
–Almirante, lo llamo para informarle que con los ministros Almeyda y Briones estamos tratando de hablar con el Presidente para buscar una salida a todo esto. No nos ha sido posible hasta ahora porque afuera el ataque terrestre está aumentando. Por eso le solicito pueda interceder para que rápidamente exista una tregua y se detenga el ataque. El Presidente está más preocupado ahora de responderlo.
El almirante le dijo que ya había hablado con Allende y que este lo tapó a insultos. Pero que intentaría lograr esa tregua.
Pasaron los minutos y nada ocurrió. Las manos del Presidente estaban ennegrecidas de pólvora producto de los disparos que hacía con su fusil AK. El tableteo de la ametralladora punto 30 era ensordecedor desde uno de los balcones del segundo piso respondiendo a los disparos de los militares. Allende pidió a uno de los GAP que le alcanzara una bazuca. Se descolgó el fusil AK y puso el arma pesada sobre su hombro. Apuntó y el cohete voló la parte superior de uno de los tanques. Cual niño, el Presidente celebró el disparo con quienes lo rodeaban. Lo vitorearon.
Afuera, desde la Intendencia de Santiago, el Ministerio de Obras Públicas, el edificio de Correos de Chile, el Banco del Estado y desde otras terrazas colindantes, francotiradores leales al Gobierno disparaban nutrido fuego a los alzados. De tregua nada. Tohá volvió a llamar al almirante Carvajal.
–No es posible, señor Tohá, no hay vuelta atrás ni parlamento. La Moneda será bombardeada en diez minutos por aviones de la Fuerza Aérea y luego será tomada por fuerzas militares. Informe al señor Allende que tiene diez minutos para rendirse con toda su gente y salir de La Moneda con las manos en alto y una bandera blanca.
Eran las 11.10 horas. Tohá bajó a uno de los patios del primer piso donde estaba Allende con un grupo de sus GAP y le informó.
De ahí en adelante en la sede de Gobierno se produjo un inmenso desorden. Había que refugiarse en lugares seguros para soportar el bombardeo. Allende sube al segundo piso con la intención de hablar con su mujer Hortensia Bussi, que estaba en la residencia de Tomás Moro. Llama desde el citófono de su despacho que lo comunicaba directo con la casa. Sin embargo, se da cuenta de que la línea estaba intervenida. Había quedado conectada directo con el Estado Mayor General del Ejército en el Ministerio de Defensa. Al otro lado escucha nítida la voz del general Ernesto Baeza que comenta subido de tono a estos hay que matarlos como hormigas, que no quede rastro de ninguno, en especial de Allende.
Pinochet apuraba
Entretanto, Pinochet estaba instalado en el Comando de Telecomunicaciones del Ejército en las alturas de la comuna de Peñalolén. La zona estaba custodiada por al menos cien boinas negras de la Escuela de Paracaidistas al mando de su comandante, Alejandro Medina Lois.
Desde allí Pinochet interactuaba por radio con el almirante Carvajal, el nuevo comandante en jefe de la Fach, general Gustavo Leigh, el general de la FACh Nicanor Díaz Estrada, el comandante de la Guarnición Militar de Santiago, general Herman Brady, y el general Sergio Arellano Stark, quien era el comandante de las fuerzas rebeldes en la Agrupación Santiago-Centro. El bombardeo con los cuatro aviones Hawker-Hunter de la Fach que saldrían desde Concepción, estaba planificado para las 11.10.
Pinochet sostenía agitadas discusiones con el almirante Carvajal sobre cuál debía ser el destino de Allende una vez que se le tomara detenido en el asalto a La Moneda tras el bombardeo. Insistía en que a Allende se le debía tomar prisionero y conducirlo de inmediato al avión que lo esperaba en Cerrillos. Carvajal afirmaba que algunos en el Ministerio de Defensa no estaban de acuerdo porque ello permitiría que Allende “se paseara por el mundo” desprestigiando el nuevo gobierno militar. Finalmente, el general Leigh apoyó a Pinochet y así se decidió.
–Que salga del país junto a su familia y solo con algunos de sus ministros, porque a algunos de esos carajos hay que dejarlos aquí para juzgarlos. Pero el avión se cae, viejo –dijo Pinochet irónico a Carvajal.
Al jefe del Ejército le inquietaba el retraso del bombardeo. Y recibió una noticia que lo alteró aún más.
–El bombardeo será posible recién a las 11.40 porque los aviones tuvieron un problema de cargueo de combustible en Concepción –informó Leigh.
En La Moneda, las más de 70 personas que estaban, comenzaron desordenadamente a buscar refugio ante el inminente ataque aéreo. Allende había convencido antes a sus hijas Beatriz e Isabel que salieran del lugar junto a otras mujeres funcionarias que ese día llegaron temprano a sus tareas habituales. En el grupo salieron las periodistas asesoras del Presidente, Verónica Ahumada y Frida Modak. A la que no pudo convencer fue a su secretaria Miria Contreras. Nada supieron allí del retraso del bombardeo anunciado por Leigh.
Discusión en la cocina
Allende se fue a una de las cocinas del primer piso que parecía un buen lugar para refugiarse. Con él se fueron el ministro de Interior Carlos Briones, el subsecretario Interior Daniel Vergara, el ministro Secretario General de Gobierno Fernando Flores, el secretario privado de Allende, Osvaldo Puccio, y su hijo Osvaldo, La Payita, el médico Eduardo Coco Paredes, ex director de la Policía de Investigaciones, el subsecretario de Gobierno Arsenio Poupin y el periodista Augusto Olivares, el Perro. Poco antes llegó a ese lugar buscando refugio el subinspector de la Policía de Investigaciones, Fernando del Pino Abarca.
En esos tensos minutos se produjo una fuerte discusión en el reducido espacio. Algunos como Briones, Flores y Puccio insistieron con Allende en la necesidad de parlamentar con las Fuerzas Armadas. El Presidente se negó una vez más alzando la voz. Coco Paredes y Poupin lo apoyaron en resistir hasta el final. El inicio del bombardeo aéreo puso fin abrupto a la discusión. Todos se lanzaron al suelo. Allende cayó pesadamente encima de Del Pino que lo escuchó mascullar indignación respirando agitado. El bombardeo terminó y en la pequeña sala se hizo un ambiente de derrota amarga. Todo estaba perdido. Salieron rápidamente del lugar para verificar los daños.
Partes del segundo piso comenzaron a arder. El grupo subió al segundo piso. Había lugares intactos aún. El Perro Olivares se quedó atrás. No salió. Sacó su pistola y se disparó un tiro en la sien. Quedó tendido en una silla. Su sangre comenzó a formar un círculo imperfecto en el piso. Aún respiraba cuando llegaron los médicos Sergio Arroyo, Carlos Guijón y Arturo Jirón, alertados por alguien. Tendieron al Perro en el piso para que pudiera respirar mejor. Murió solo un par de minutos después. A un costado quedó su pistola botada en el suelo. Momentos antes había vaciado dos cargadores de su fusil ametralladora disparando desde el segundo piso junto a Allende y los GAP.
Allende gana tiempo
En el salón Independencia que estaba intacto, Allende habló con Puccio, Vergara y Flores. A partir del bombardeo, en la cabeza del Presidente surgió la idea de que quienes estaban junto a él en La Moneda, debían abandonar el Palacio y rendirse. Pero antes quiso jugar su última carta. A los tres les dijo que era necesario que fueran a parlamentar al Ministerio de Defensa. Para ello les redactó una nota con seis puntos, dirigidos a los comandantes en jefe de las tres ramas de las Fuerzas Armadas.
–Me traen esto de vuelta firmado por las Fuerzas Armadas –les advirtió.
Primero, las Fuerzas Armadas debían suspender el ataque aéreo y terrestre que estaban ejerciendo en contra de algunas poblaciones y fábricas de Santiago. Segundo, se debe suspender el ataque terrestre a La Moneda para permitir que salgan todos quienes están adentro. Tercero, la Junta Militar debe constituirse solo por militares, sin civiles en ella. Cuarto, respeto a los sindicatos y a los derechos de los trabajadores. Quinto, no se debe reprimir a la izquierda, y Sexto, se debe mantener el contacto entre el Presidente y las nuevas autoridades militares para seguir dialogando, pero que él está decidido a entregar el mando a las Fuerzas Armadas.
Fernando Flores llamó al Ministerio de Defensa y habló con el almirante Carvajal. Le informó que Allende había redactado una carta, que él junto a Daniel Vergara y Osvaldo Puccio debían entregar en ese Ministerio. Para ello necesitaban que desde ese lugar enviaran un vehículo a buscarlos. Era una nota de parlamento. Abrir una salida dialogada a la crisis. Carvajal informó de ello a Pinochet por radio. Este se indignó.
–Cuidado con esa carta, este gallo es chueco y está ganando tiempo, está muñequeando. No hay parlamento ni nada. Que se rinda incondicionalmente y se le toma detenido –fue la respuesta de Pinochet.
Eran ya las 13.00 horas. El incendio en el segundo piso avanzaba rápido. Desde afuera, los efectivos militares comenzaron a lanzar al interior de la sede de Gobierno gran cantidad de bombas lacrimógenas. Sumado al humo del fuego, el aire se tornó pesado y aparecieron las máscaras antigases que el Presidente había pedido al general Sepúlveda que la Guardia de Palacio dejara antes de retirarse. Desde los edificios colindantes los francotiradores seguían disparando. Dos helicópteros sobrevolaron los techos de esas construcciones intentando abatir a quienes disparaban. El combate continuaba. Desde La Moneda, los GAP y asesores del Presidente seguían disparando a los alzados. Algunos integrantes del destacamento de la policía civil adscritos a La Moneda desobedecieron las instrucciones de su nuevo jefe y también disparaban. Pocos. La mayoría acató la orden.
Desde el segundo piso, Allende ordenó a todos que comenzaran a formar una fila para bajar por una escalera hacia la puerta de calle Morandé 80.
–Paya, tú encabeza la fila con una bandera blanca en alto. Busquen algo para hacer esa bandera. Esto es una masacre.
Uno de los médicos pasó su delantal blanco. Alguien llegó con un palo del que colgaron el delantal. La rendición estaba en marcha. El proyecto político de la revolución a la chilena con empanadas y vino tinto se derrumbaba. La Junta Militar ya había emitido sus primeros bandos, transmitidos en cadena por las radios que, plegadas rápidamente al Golpe, no fueron acalladas, lideradas por radio Agricultura.
Marchas militares era la única música que se escuchaba.
Poco antes de las 14.00, un jeep del Ejército con el comandante Dörner, el mayor Cowell y el capitán de la Escuela de Suboficiales René Cardemil Figueroa, arribó a La Moneda para buscar a los dos ministros y al secretario Puccio. Los llevaron al Ministerio de Defensa con la carta del Presidente. Las condiciones de Allende no fueron admitidas, a pesar de que a los tres los recibió el almirante Patricio Carvajal. En la breve reunión realizada en el quinto piso estuvieron además los generales Sergio Nuño Bawden y Ernesto Baeza Michelsen y el general de la Fach, Nicanor Díaz Estrada. Este último era además el jefe del Servicio de Inteligencia de la Fuerza Aérea, SIFA. Tras el encuentro, los tres ministros quedaron detenidos en ese lugar.
En ese Ministerio estaban además por la Armada, coordinando el ataque, el contralmirante Hugo Cabezas Videla, el capitán de navío Ladislao D’Hainaut, el capitán de fragata Hernán Ferrer y el capitán de fragata Julio Vergara, jefe del Servicio de Inteligencia Naval de la II Zona Naval de Talcahuano.
Tomando posiciones
A las puertas de La Moneda por Morandé, los destacamentos de la Escuela de Suboficiales, el Tacna y la Escuela de Infantería de San Bernardo, estaban listos para ingresar al Palacio. A las 13.20, el capitán de la Escuela de Suboficiales René Cardemil Figueroa salió desde el Ministerio de Defensa con un destacamento de esa Escuela para dirigirse a La Moneda al asalto final. Junto a él iba el general Javier Palacios, a cargo esa mañana de la toma de la sede de Gobierno. El subteniente del Regimiento Tacna, Jorge Herrera López, se les unió con una sección de ese cuartel. El teniente coronel Iván de la Fuente Sáez avanzó también hacia el Palacio con sus hombres de la Escuela de Infantería. Con él iban los tenientes Armando Fernández Larios, Eduardo Catalán Brunet y Jorge Moya Domínguez, el subteniente Eduardo Aldunate Hermann y el suboficial mayor Julio Billiard Bustos.
Poco después de las 13.30, el capitán de la Escuela de Infantería Juan Carlos Salgado Brocal, avanzaba con otra sección de la Escuela de Infantería hacia La Moneda por calle Teatinos, pero debió detener su avance. El interminable fuego de los francotiradores leales al Gobierno le hizo imposible continuar su marcha. Un soldado cayó muerto y otros cinco se desplomaron heridos. El capitán cambió su curso y decidió cruzar la Plaza de la Constitución para acercarse a La Moneda por calle Morandé.
A la misma hora, el capitán de la Escuela de Suboficiales Julio Quiroga Báez, avanzó con un destacamento por el paseo Bulnes con la orden de ingresar a La Moneda por la entrada de calle Teatinos. Junto a él iba el teniente Gonzalo del Real Amthauer. Debieron desviarse hacia calle Lord Cochrane debido a los disparos de los francotiradores que los atacaron desde el Banco del Estado en la esquina de Alameda con Morandé. Por Cochrane ingresaron a la Alameda, pero en cuanto asomaron los recibió otro foco de fuego disparado desde los edificios que enfrentaban el Palacio de Gobierno por el costado poniente. El destacamento se desordenó y algunos efectivos se refugiaron detrás de un kiosko de diarios. Otros avanzaron hacia el bandejón central de la Alameda y se parapetaron en unos escombros y matorrales. Debieron esperar más de una hora a que acudiera un tanque para que pudieran salir hacia su objetivo. Otro destacamento de la Escuela de Suboficiales al mando del teniente Hernán Ramírez Hald también intentaba avanzar para tomar La Moneda por Teatinos.
El combate seguía. Los francotiradores continuaban disparando. Desde adentro de La Moneda, algunos seguían respondiendo el ataque de los efectivos militares. El olor a pólvora, el humo del incendio y las bombas lacrimógenas, impedían pensar a quienes permanecían todavía en el Palacio. Solo se imponía la acción espontánea.
El desorden era ya total. Con la elevada temperatura a causa del incendio, balas de grueso calibre que estaban tiradas en el suelo comenzaron a explotar. Allende intentó cruzar por Morandé al edificio del Ministerio de Obras Públicas para seguir resistiendo, pero fue imposible.
¡Allende no se rinde, mierda!
Desde el segundo piso, el Presidente comenzó a ordenar la fila para que todos quienes quisieran rendirse bajaran por la escalera que desembocaba en la puerta de Morandé 80. Por ella preparaban el ingreso las fuerzas militares.
Entre el caos, el Presidente alzó la voz alterado.
–¡Y la gente, dónde está la gente! ¡Dónde está la gente! ¡Dónde está la gente, hombre!
–Ya no hay nada que hacer, Presidente, los Cordones Industriales fueron abatidos –respondieron a coro Arnoldo Poupin y el Coco Paredes.
Los 120 fusiles ametralladoras que desde el cuartel general de la Policía de Investigaciones habían llevado hasta la fábrica Indumet, parte del Cordón Vicuña Mackenna, no bastaron para revertir el alzamiento militar. Esa mañana, allí estaban resistiendo fuerzas de los partidos de la izquierda y el MIR.
Desde el Ministerio de Defensa informaron al general Palacios que, por la puerta de Morandé 80, en minutos saldrían quienes permanecían adentro con un paño blanco en señal de rendición.
La fila ya estaba formada cuando el Presidente dio un grito, al tiempo que se quitó el casco obsequiado por el comandante Arturo Araya. Debió gritar fuerte por el ensordecedor ruido de las balas.
–Escuchen todos, antes de salir les pido un minuto de silencio por la muerte de mi entrañable amigo, el Perro Olivares.
El silencio solo fue quebrado por el tiroteo y el chasquido de las llamas. No fue un minuto, pero se hizo el homenaje al Perro.
–Ahora comiencen a bajar, yo seré el último de la fila –volvió a gritar Allende.
Dicho aquello, el Presidente dio media vuelta y desapareció a paso acelerado por la puerta del Salón Independencia, muy cerca del inicio de la escalera. La puerta quedó entreabierta. En esos segundos el doctor Patricio Guijón avanzó para ubicarse en la fila. Miró por la abertura de la puerta del salón y se percató que Allende se inclinaba para sentarse en un sillón rojo oscuro. Vio la metralleta entre sus manos. Lo observó sentarse y poner el arma entre sus piernas. Dirigió el cañón a su barbilla y gritó profundo.
–¡Allende no se rinde, mierda!
El grito superó el tronar de la balacera. Muchos que estaban en la fila lo escucharon. Sonaron dos disparos en secuencia. Guijón corrió al salón. También lo hizo el detective Pedro Valverde Quiñones. Guijón se quedó inmóvil frente al cuerpo del Presidente. La cabeza destrozada, inclinada a la derecha, pegada al tórax. El fusil humeante. El médico tomó el fusil y lo puso a un lado del sillón. Uno de los proyectiles que cruzó la cabeza del Presidente quedó incrustado en el muro. Valverde se asomó por la puerta y dio un grito de espanto.
–¡Se suicidó el Presidente!
Lucha cuerpo a cuerpo
Arnoldo Poupin estaba a metros de la entrada del salón. Entró veloz y enloqueció. Reprodujo con gritos desgarradores el grito del policía.
–¡Se suicidó el Presidente! ¡Se suicidó el Presidente!
Su último grito se quebró en llanto. Frente al cadáver de Allende descolgó su metralleta del hombro. En ese instante Valverde se le fue encima con todo su cuerpo. Intuyó su intención de dispararse y quiso quitarle el arma. En la lucha cayeron al suelo. Valverde se apoderó del arma y la lanzó unos metros. Poupin le dio unos golpes y se deshizo de los brazos que lo aprisionaban. Saltando salió del salón gritando la noticia. Valverde lo siguió. Poupin se escabulló, dio media vuelta y volvió a entrar al salón. Frente a Allende sacó de su cintura una pistola y la alzó hacia su cabeza. El detective se lanzó encima y volvieron a caer al piso. Logró quitarle la pistola y la arrojó lejos. Tomó a Poupin por la cintura y lo arrastró hacia afuera. Ambos pisaron los primeros peldaños de la escalera para empezar a descender. En la fila se escuchó el llanto gritado del Intendente de Palacio Enrique Huerta.
–¡Se mató el doctor! ¡Se mató el doctor!
Los soldados patearon la puerta de Morandé 80 y lograron abrirla. La primera en salir fue Miria Contreras, con el delantal médico en alto amarrado a un palo. Fueron saliendo en orden a pesar de la tensión, recibiendo los primeros golpes de los soldados. Algunos obligados a tenderse en el suelo y otros puestos contra el murallón de La Moneda.
Tendida en la vereda con las manos en la nuca, La Payita sintió que alguien le tocó una de sus piernas con el zapato.
–¡Paya, qué haces aquí!
Era el oficial de Ejército de sanidad dental Jaime Puccio, hermano del secretario de Allende, Osvaldo.
En ese instante arribó a la puerta de Morandé una ambulancia, llamada para recoger a los heridos en el segundo piso.
–¡Házte la muertam Paya, yo te voy a meter en esta ambulancia! –le dijo Puccio.
Ordenó a un enfermero que venía en el vehículo que la tomara y la metiera dentro. Un oficial quiso saber por qué la habían levantado del suelo donde estaba tendida, pero ya era tarde. La ambulancia partió rápido con las puertas traseras aún abiertas.
Suben los oficiales
Eran las 14.00. Los primeros en subir por aquella escalera al segundo piso fueron los capitanes René Cardemil y Sergio Núñez Cabrera, el teniente Eduardo Catalán Brunet y el subteniente Jorge Herrera López. Ante la resistencia que todavía existía desde el segundo piso por quienes se quedaron desobedeciendo la orden de Allende, Cardemil comenzó a lanzar granadas de mano hacia arriba mientras subía. Al llegar al último peldaño, había vaciado dos cargadores de su fusil de asalto SIG.
Inmediatamente después subieron el general Javier Palacios, su ayudante el teniente coronel de la Escuela de Paracaidistas, José Quinteros Masdeu, el teniente coronel Iván de la Fuente Sáez, los tenientes de la Escuela de Infantería Juan Carlos Salgado Brocal, Armando Fernández Larios y Jorge Moya Domínguez y el subteniente Eduardo Aldunate Hermann. El grupo de oficiales continuó arrojando granadas de mano y agotando los cargadores de sus SIG hacia el segundo piso mientras ascendían.
Una bala resbaló en una mano del general Palacios y otra le rozó el cuello al subteniente Herrera, que recibió otros tres proyectiles en su casco. Fernández Larios corrió a socorrer a Palacios. Sacó un pañuelo blanco de su pantalón de combate y le vendó la mano que sangraba. Palacios ordenó revisar todas las dependencias de La Moneda, especialmente las del segundo piso desde donde seguían disparándoles.
El general Palacios comenzó a recorrer las dependencias de La Moneda. Ordenó que las armas encontradas se juntaran en un solo punto para mostrarlas luego a la prensa.
El teniente coronel de la Escuela de Infantería Iván de la Fuente fue uno de los primeros en ingresar al salón Independencia. Se sorprendió al ver que una persona permanecía de pie mirando tranquilamente por la ventana de espalda a la puerta.
–¡Quién es usted!
–Soy el doctor Patricio Guijón.
–¡Diga dónde está Allende!
–Su excelencia el Presidente de la República se encuentra en ese sillón –respondió indicando con la mano el cuerpo inmóvil del Presidente.
El oficial se acercó al cadáver para observarlo de cerca. Le tomó una mano y constató que aún estaba tibia. De inmediato se comunicó por radio con el general Javier Palacios y le informó del hallazgo. Recién entonces los militares supieron cuál había sido el destino del Presidente, al que Pinochet suponía saliendo con las manos en alto junto a quienes bajaron la escalera para rendirse.
Ahora, en La Moneda tomada solo se escuchaban el chasquido del fuego del incendio desatado y los gritos de las órdenes de los oficiales.
Palacios corrió hacia el salón. Detuvo su carrera frente al cuerpo de Allende y también le tomó una mano. Recibió igual tibieza. Pero además se percató que las manos del Presidente se mostraban ennegrecidas de pólvora producto de los repetidos disparos que Allende hizo con el fusil AK de Fidel Castro.
–Acerque ese biombo y póngalo aquí delante del cadáver –ordenó a su ayudante.
–Usted, teniente Salgado, quédese de guardia custodiando el cuerpo.
Palacios se comunicó con el general Herman Brady y le dio cuenta de la muerte de Allende. Brady era el comandante de la II División del Ejército y de la Guarnición de Santiago. Bajo él estaba el mando de toda la acción de Santiago ese día. Junto a él, el general Sergio Arellano Stark comandaba la Agrupación Santiago-Centro, encargada de las acciones en el centro de la capital.
–Misión cumplida, Moneda tomada, Presidente muerto –dijo Palacios a Brady.
A partir de esa información, los jefes militares ubicados en el Ministerio de Defensa se enteraron del suicidio.
–They say that Allende committed suicide and is dead now –dijo el almirante Carvajal a Pinochet por radio. Se lo dijo en inglés advirtiéndole que era una información delicada. Carvajal hablaba con Pinochet en lenguaje educado. Pinochet respondía en un vocabulario y pronunciación desprolija.
A las 16.00 llegaron a La Moneda los peritos balísticos y de planimetría de la Policía de Investigaciones. El informe emitido luego al fiscal militar Joaquín Erlbaum, quien condujo la investigación sobre lo ocurrido el día 11 de septiembre en La Moneda, respaldó que la muerte del Presidente se produjo por suicidio, y que desde el fusil AK de Allende salieron dos tiros.
El viaje final
Varias horas antes, en la mañana de ese día en la residencia de Tomás Moro, el detective Jorge Fuentes Ubilla permanecía como escolta de la esposa de Allende, Hortensia Bussi, Doña Tencha. Esa mañana debía acompañarla a una actividad. Allí lo sorprendió el golpe. Enterada de todo lo que acontecía, Tencha quiso irse a La Moneda temprano, pero el policía le negó el viaje. Fuentes había escuchado los primeros bandos militares y sabía que ahora tenía nuevos jefes. Pocos minutos antes de que los aviones Hawker Hunter dejaran caer sus rockets sobre la sede de Gobierno, un helicóptero artillado del Ejército ametralló la casa de Tomás Moro.
–Señora Hortensia, tenemos que salir de aquí rápido. Yo la llevo a alguna embajada que usted me indique para que busque asilo. Aquí nos pueden matar –dijo el policía.
–Yo no voy a ninguna embajada a asilarme, lléveme a la casa de don Felipe Herrera en Pedro de Valdivia Norte.
Minutos después de que La Moneda fue bombardeada, Fuentes y doña Hortensia llegaron a la casona de quien fue presidente del Banco Interamericano de Desarrollo hasta 1970. En ese lugar permanecieron todos hasta la mañana del día siguiente. Cerca de las 10.00 llegó a la casa Eduardo Grove Allende, sobrino del Presidente. Traía un salvoconducto para que ella retirara el cuerpo de su esposo desde el Hospital Militar, donde fue llevado por la tarde del día anterior para practicarle la autopsia. El féretro estaba sellado. Ella quiso verlo, pero se lo negaron. El edecán aéreo Roberto Sánchez los acompañó hasta el aeropuerto de Cerrillos.
–Señora Hortensia, la orden que tengo es llevar el féretro en un avión que nos espera en Cerrillos hasta la base aérea de Quintero, y desde allí conducirlo hasta el cementerio de Santa Inés en Viña del Mar. Está prohibida la presencia de personas. Solo puede ir usted y un par de familiares. Nadie más. Esa es la orden de la Junta Militar.
Ella guardó silencio. Quería ser digna en su dolor. No mostraría debilidad, aunque estaba destrozada. Al avión subieron, además de doña Hortensia y el edecán Sánchez, Laura Allende, hermana del Presidente, Eduardo Grove y su hijo Jaime. En Quintero los esperaban marinos armados en varios vehículos. El ataúd fue subido a un carro mortuorio de la Armada. Los ocupantes del avión subieron a dos automóviles dispuestos por la Armada. Fueron custodiados hasta el cementerio en el sector alto de Viña, en un cerro por sobre la laguna Sausalito. Cuando arribaron, la tumba estaba preparada dentro del mausoleo de la familia Grove.
El cementerio estaba rodeado de marinos. Todo era silencio. Los sepultureros estaban advertidos. Pero la noticia se conoció, de alguna manera. La inteligencia naval se vio obligada a aceptar que su operación clandestina había fracasado. Rodeando el camposanto por afuera, decenas de personas permanecían en silencio acompañando el dolor. Nadie gritó consigna.
Doña Hortensia pidió por última vez que le abrieran la ventanilla del ataúd para ver a Allende. Esta vez la abrieron. Solo pudo ver la mortaja que le cubría todo el cuerpo hasta la cabeza. Ella derramó lágrimas silenciosas. Ningún sollozo descontrolado. Bajaron el féretro y cada uno de los acompañantes lanzó un puñado de tierra. También lo hizo el edecán Sánchez. Al final, Tencha lanzó una flor. Y habló con voz entera:
Quiero que sepan que estamos enterrando a Salvador Allende, Presidente de Chile. En forma anónima, porque no quieren que se sepa. Les pido a ustedes, a los sepultureros, jardineros y a todos quienes trabajan aquí, que cuenten en sus casas que aquí está Salvador Allende. Para que nunca le falten flores.
Y nunca faltó una flor en esa tumba.